♦│OPÏNIÓN│Review│¿Quiénes no tenemos o conocemos alguna música que nos hace llorar, poner piel de gallina o poner eufóricos? Desde que yo era chico y estudiaba música, el problema del sentido de la música me fascinaba. Podía entender las explicaciones de la tormenta en la Sinfonía «Pastoral» de Beethoven, las andanzas del Quijote en el poema sinfónico de Richard Strauss, pero a la vez intuía que mi fascinación por la música iba mucho más allá de las descripciones, de las alusiones a las cosas de la realidad.
La música traduce el sentimiento en su última esencia y ser absoluto.A. Schopenhauer
«Siempre pensé que el análisis convencional de la música, ya sea de la forma musical, armonía, contrapunto, etc., nunca satisface la pregunta de por qué la música puede producir un profundo impacto en quien la escucha, toca o compone. Porque la música -mientras tocamos- nos hace sentir algo que casi nos hace preguntar: ¿qué me está pasando? ¿qué es esto que siento que parece llevarme a otro mundo?
Los músicos estamos acostumbrados al análisis, a la búsqueda de una racionalidad musical. A ideas tales como las de que entender o captar una obra musical es «comprender» el conjunto de relaciones sonoras de su unidad (la estructura, por ejemplo). Se aprehende por inteligibilidad y no por sensibilidad. Aunque no niego la existencia y utilidad de esta forma de apreciación musical sostengo que esto no explica el impacto que la música nos propone. Planteo que es crucial investigar una nueva dimensión del cuerpo, un acercamiento a la especificidad de lo sensible y de la sensación. O lo digo así: ¿cómo nombrar lo que la música produce en mi cuerpo?
Al principio, la pregunta del sentido musical me llevaba a la filosofía: de la voluntad de Schopenhauer, a la filosofía de Nietzsche, Kant, el estructuralismo y demás. Por mencionar un punto, Schopenhauer hablaba sobre los sonidos graves y agudos, con distintos valores afectivos y con distintos estados de la subjetividad. Para Nietzsche era la Voluntad, en tanto que fuerza actuante, lo que él toma de la música. La música hablaría un «lenguaje de la actividad» de la cual se expresan los grados de energía, las tensiones y las distensiones…
El salto al psicoanálisis y al inconciente Freudiano se dio naturalmente. ¿Cuál puede ser el vínculo entre lo inconciente, lo musical y el placer? Desde Freud sabemos que los seres humanos tenemos pulsiones, que son necesidades psicológicas, no-biológicas, que buscan ser satisfechas.
Así, Freud habla de la pulsión oral, anal y genital.
Fue Jacques Lacan quien más tarde identificó la voz (el sonido) y la mirada como objetos de una pulsión. Él estableció cuatro pulsiones diferentes: la oral, la anal, la mirada y la pulsión invocante, que sería la voz (el sonido). Nuestra psico-sexualidad es un suplemento de la necesidad biológica de procrear y el resultado de la interrelación de las pulsiones, que siempre son parciales y nunca satisfacen totalmente. La pulsión es la estructura de la cual la sexualidad participa de la vida psíquica para adaptarse a la «falta» o vacío estructural que el inconciente presenta.
Lacan es famoso por su frase de que el inconciente esta estructurado como un lenguaje. Siendo que la música nos llega en lo más profundo de nuestro ser y que la música es para mí el lenguaje de mi vida, me pareció que el estudio del terreno psicoanalítico podría traer una luz nueva a los músicos y amantes de la música. Lacan también habla de que nuestra cultura se desarrolla en tres zonas: 1) Lo Simbólico (el lenguaje, que Lacan llama la ley del padre), 2) Lo Imaginario (nuestras fantasías) y 3) Lo Real, que es lo que existe y no puede ser nombrado. Para Lacan, la realidad son las cosas que están establecidas, dependiendo del lenguaje. En la música, toda obra -por ejemplo, la sonata para cello y piano de Rachmaninov- exhibe los tres niveles Lacanianos. Lo Imaginario involucra las imágenes y sonidos que Rachmaninov concibió. Lo Simbólico sería nuestro acuerdo respecto de la afinación, notación musical, historia de la música, etc. Finalmente, lo Real sería el sentido que la música nos trae y que no puede ser expresado en palabras.
El punto en que psicoanálisis y la música entran en contacto está en una etapa temprana de investigación. Didier-Weill, un psicoanalista francés alumno de Lacan, desarrolló la teoría de la música como una pulsión invocante que propongo compartir en este artículo. Un discípulo de Weill, Carlos Kuri, quien enfatiza la dimensión corporal, lo cenestésico, plantea lo pulsional y una revisión del problema de la percepción. Esta segunda posición espero desarrollarla en una futura nota.»
La Música como una Pulsión Invocante
«Weill sostiene que esta pulsión tiene diferentes etapas que no son cronológicas sino lógicas. Desarrollaré aquí las ideas en un intento de acercar los conceptos psicoanalíticos a la experiencia de hacer música. Es más o menos así: la música «nos llega». Es como si gracias a la música recibiéramos una respuesta a una pregunta acerca de nosotros mismos que no sabíamos que teníamos. La música representa un Otro que escucha algo nuestro que no entendemos, una falta en nuestro ser que no sabíamos que teníamos. Así, al principio es la música la que «nos escucha».
La música tiene un efecto liberador; ésta impone en el oyente un «Sí» incuestionable como respuesta. Este «Sí» representa la pulsión invocante.
En la música encontramos un «Otro» que no es extraño ni amenazante sino todo lo contrario. La simplicidad de este «Sí» que le damos a la música como respuesta está más allá de nuestra comprensión. Como dice Jankelevitch en su libro «La musique et l»ineffable» «en la música hay una desproporción irónica y escandalosa entre el poder seductor de la música y la profunda falta de evidencia de la belleza musical.» Digámoslo de otra manera: la música nos conmueve en lo más profundo de nuestro ser, y sin embargo no hay ciencia que pueda explicar este «hechizo» que la música plantea, el misterio del poder de la música. Una frase musical «dice» muchas cosas pero nunca de manera unívoca; su sentido no es unívoco. La música no expresa palabra por palabra, sino sugiere a «grandes rasgos». La música no admite la comunicación discursiva y recíproca del sentido, sino una comunión inmediata e inefable.
Didier-Weill describe este proceso en tres etapas: en la primera, es la música la que encuentra un sujeto receptivo. El «oyente-escuchado» por la música descubre un vacío que no sabía que tenía.
Se produce un trasmutación subjetiva por la cual quien escucha música es escuchado. Si la música tiene una relación con la pulsión invocante (que según Lacan es la experiencia más cercana de lo inconciente) es debido al «Sí» que le damos a la música, a una parte de nuestro ser inconciente que se manifiesta. Para decirlo de otra manera, como la música es algo exterior a nosotros, tenemos que revisar y por ende abandonar una concepción Freudiana de discontinuidad o separación entre nuestro interior y el mundo exterior. ¿Por qué?, ¿dónde está la música? ¿está en la cuerda o teclado que vibra, o en el track del CD? ¿estará sólo en mi imaginación? ¿tal vez en la batuta y gestos del director de orquesta? En su lugar, descubrimos, como en la concepción de Moebius, una continuidad entre el interior de nuestro ser y el mundo exterior. Cuando tocamos música experimentamos un «Otro» que no es un extraño: en cada frase de la Sonata de Rachmaninov que toco, la música es tanto una expresión de Rachmaninov como mía.
La segunda etapa sucede cuando las notas que antes estuvieron dirigidas desde el Otro (la música) al sujeto, ahora se invierte y va del sujeto al «Otro». Esto sucede cuando entendemos la estructura de la música, cuando sentimos el ritmo y casi podemos predecir los giros melódicos o anticipar una armonía. Es como si -por un momento- creyéramos que somos los compositores de esa música, y la entendemos tanto como si nos perteneciera. La melodía que toco o canto, o la creé yo, o la conocía de antemano. No es necesario el lenguaje para mediatizar esta experiencia. La respuesta emocional es inmediata. La euforia, tristeza o melancolía de la Sonata de Rachmaninov es también «mi» euforia, tristeza o melancolía. Creo que esta «alucinación» está relacionada con el amor. Es más, para los músicos, la práctica cotidiana, los intentos por mejorar la expresión o técnica de un pasaje musical son el resultado de un «Sí» que tiene que ver con el amor. Lo digo de esta manera: el amor entendido como la música que nos escucha y nos revela un vacío que teníamos, que luego nos transforma en amantes de la música. Para quienes les interese este tema y deseen profundizarlo quisiera decirles que este punto es de crucial importancia, puesto que tanto el músico como el místico, en lugar de amar al «Otro», responden al amor del «Otro». En mi libro Powers of Music (2007) planteo la cuestión de que la música, en lugar de ser una sublimación de una pulsión sexual, es una expresión de la experiencia de lo sublime.
En la tercera etapa de la pulsión, el oyente entiende que no hay manera de escapar al vacío de nuestro ser. Podemos relacionarnos con la falta o vacío tanto en el «Otro» como en nosotros. Una música no puede ser todas las músicas y mi ser no puede escapar al deseo, a admitir la falta o vacío de nuestro ser.
Como Weill y otros, creo que Freud se confundió cuando se refirió a la experiencia musical como «el sentimiento oceánico», considerándola una regresión a la madre o volver a una fusión arcaica con el «Otro». La música puede ser considerada una pulsión porque presenta una tensión, un movimiento hacia adelante.
No hay en realidad una fusión con el «Otro». La melodía no es mía, ni tampoco soy Rachmaninov después de todo. Sin embargo, esto no es paralizante sino todo lo contrario: nos mueve a tocar, a componer, a escuchar otras músicas.»
* La presente nota es una recreación de otra originalmente publicada en la revista «Paginas Musicales» Nº59 Marzo/Abril 2009 (Director: Claudio Mamud). Asimismo, el autor ha desarrollado el mismo tema en su libro «Powers of Music».